A comienzos del siglo XIV, Pere Boïl, IV señor de Manises, impulsó que los talleres de su señorío trabajaran con esta novedosa técnica, probablemente con la ayuda de maestros ceramistas llegados desde el reino nazarí de Granada.
La mayoría de los primeros artífices eran mudéjares, lo que dio lugar a una fusión única entre motivos islámicos y cristianos.
De esta síntesis surgió una cerámica de enorme originalidad y belleza. Sus reflejos dorados y cobrizos fascinaron a las cortes y palacios europeos, donde se encargaban vajillas y piezas decoradas incluso con escudos heráldicos. El puerto de Valencia fue clave en esta expansión, y durante el siglo XV Manises se consolidó como el principal centro productor de loza dorada en Europa.
La fama de estas piezas fue tal que se convirtieron en objeto de prestigio en mesas reales y colecciones nobiliarias. Su singularidad no residía solo en la técnica, sino también en la capacidad de unir tradiciones culturales distintas en un mismo lenguaje artístico.
